POSICIÓN 1: HELGOLAND
Tenía usted veintitrés años y
allí, en ese desolado islote donde no crece ni una flor, disfrutó por primera
vez de la ocasión de mirar por encima del hombro de Dios. No hubo milagro alguno,
por supuesto, y en verdad, nada que se pareciera ni por asomo al hombro de Dios
pero, para relatar lo que ocurrió esa noche solo cabe elegir, lo sabe usted
mejor que nadie, entre una metáfora y el silencio. Para usted, fue primero el silencio,
y el asombro de un vértigo más precioso que la felicidad.
No podía dormir.
Esperó, sentado en lo alto de un
pico rocoso, a que el sol se alzara sobre el mar del Norte.
Y así le imagino hoy, con el
corazón palpitando de noche en la isla de Helgoland, tan vivo que casi podría
reunirme allí con usted, usted cuyo nombre, perdido en la monotonía de una
interminable bibliografia entre muchos otros nombres alemanes, solo fue para nú
el de un extraño e incomprensible principio.
Desde hacía tres años, en Munich, en Copenhague, en Gotinga, se
enfrentaba a problemas tan espantosamente complicados que incluso el joven
ingenuo y optimista que era usted entonces tuvo que maldecir a veces, como sus
camaradas de infortunio, el día en que se le ocurrió la descabellada idea de
dedicarse a la fisica atómica.
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