Todo el mundo quiere apropiarse
del fin del mundo. Me lo dijo mi padre, de pie junto a las ventanas francesas
de su despacho de Nueva York; gestión privada de la sanidad, fondos fiduciarios
dinásticos, mercados emergentes. Estábamos compartiendo un punto temporal
curioso, contemplativo, y ese momento estaba rematado por sus gafas de sol
vintage, que traían la noche al despacho. Examiné las obras de arte de la sala,
abstractas de distintos estilos, y empecé a entender que el silencio prolongado
que había seguido a su comentario no nos pertenecía a ninguno de los dos. Me
acordé de su mujer, la segunda, la arqueóloga, la mujer cuya mente y cuyo
cuerpo deteriorado pronto empezarían a adentrarse, de forma programada, en el
vacío.
Aquel momento me volvió a la
cabeza unos meses más tarde y a medio mundo de distancia. Estaba sentado, con el
cinturón de seguridad puesto, en el asiento de atrás de un coche blindado de
cinco puertas con las ventanillas
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