De El fin de Alice, de AM Holmes, p.86-87
La madre de él llama para
invitarla a cenar. La madre de él llama y habla con la madre de ella. Es el
modo en que se hacen estas cosas. Entretanto la duende animada gandulea en
segundo plano, fingiendo que es una infante, demasiado pequeña para alcanzar el
teléfono, para que le incumba el lenguaje amoroso transmitido por vía
telefónica. Se ocupa de que su madre lo haga en su lugar. Como las brujas
buenas de los cuentos de hadas, esas madres son cortas de vista, aquejadas del
astigmatismo del afecto. Son murciélagos descerebrados en el campanario, la última
generación perdida de amas de casa, adiestradas para ser sordas, mudas y
ciegas. Permanecen en el hogar, errando de una habitación a otra, esgrimiendo
botes de Don Limpio y Centella, suaves gamuzas en la palma de la mano, rezumando
limpiamuebles por todos los poros. Todo
lo que acarician se transforma, la mancha se evapora. Las superficies relucen.
Y cuando han terminado, y en realidad no terminan nunca, pero cuando se sientan
a descansar, sufren una regresión. Juegan corno niñas al gran juego de regentar
una casa. Charlan de ello por teléfono, mientras manipulan con la lima de
esmeril, mojan el pincelito en la laca roja y se la aplican encima de las uñas.
Charlan de ello como si el teléfono no fuese la joya de la corona de la cultura
de la comunicación, sino un conjunto de latas vacías de zumo de naranja atadas
con una cuerda extendida de una casa a otra. Con el auricular metido debajo de
la barbilla, se mueven por sus cocinas preparando bocadillos, removiendo la
salsa, congelando y descongelando sus congeladores y neveras, y mantienen
constantemente el cordón rizado alrededor del cuello: es un milagro que no se
estrangulen con él.