CAPÍTULO 1
Anoche soñé que volvía a Manderley. Me encontraba ante la verja del parque, pero durante unos momentos no podía entrar. La puerta estaba cerrada con cadena y candado. Llamé en sueños al guarda, pero nadie me contestó, y cuando miré detenidamente a través de los barrotes mohosos de la verja, vi que la caseta estaba abandonada.
No salía humo de la chimenea y las ventanucas y sus celosías bostezaban en su abandono. Entonces, como todos los que sueñan, me sentí de repente dotada de una fuerza sobrenatural y atravesé como un espíritu la barrera que me detenía. El camino serpenteaba ante mí, retorcido y tortuoso como siempre, pero según avanzaba, noté que había cambiado; ahora era estrecho y estaba descuidado, no como yo lo había conocido. Al principio me extrañó y no lo comprendía; pero cuando tuve que bajar la cabeza para no tropezar con una rama que cruzaba el camino, me di cuenta de lo ocurrido. La naturaleza había reconquistado lo que una vez fue suyo y, poquito a poco, con sus métodos arteros e insidiosos, había invadido el camino, extendiendo por él sus dedos largos y tenaces. El bosque, siempre amenazador, incluso en tiempos pasados, había triunfado al fin. Oscuro y salvaje, llegaba hasta los bordes del camino. Las hayas, de tronco blanco y desnudo, se inclinaban las unas hacia las otras y entrelazaban sus ramas en un extraño abrazo, formando sobre mi cabeza una bóveda como la de la nave de una iglesia. Vi otros árboles mezclados con las hayas, que no reconocí: robles achaparrados y olmos retorcidos que habían nacido de la tierra silenciosa, junto a las plantas y arbustos disformes de los que tampoco me acordaba.
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