El lugar era apartado, inhóspito y malsano. Sólo una parte de la casa se mantenía todavía en pie, gracias en gran medida a su laxa, comprometida decadencia.
De todas aquellas maneras de vivir que trataron de asentar y desarrollarse en el país —no sólo en los valles y vegas sino avanzando y extendiéndose hacia la montaña por las mesetas sedientas, salvando los despeñaderos del escudo calizo y más allá de las hoces milenariamente excavadas por el casi extinguido gigante de nombre épico (recuerdo, herencia y venganza de un brazo del mar terciario), reducido —como de las antiguas gestas que ornaron sus riberas con dos lenguas no queda más que el susurro de los arbustos, los gritos infantiles o las garabateadas páginas de un manual de historia, evocaciones frustradas por la explanación y obras de fábrica de un ferrocarril que nunca llegó a ser inaugurado pero que reclamó para sí y para sus apeaderos inmemorialmente cubiertos por el polvo de yeso los nombres de gloria asociados a la rotulación fraudulenta de las fábricas de harina— a la quimérica condición de un nombre, una delgada y tortuosa línea azul en el 50.000 del Instituto y la disciplinaria categoría de afluente secundario, resucitado cada año (esas semanas de noviembre o marzo siempre violentas) —aniversario tal vez del mar que fue— por el torrente de lechada roja que a los quince días sellará y lacrará la vega —las hoces taponadas de falsas empalizadas, de ciénagas
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