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Caldwell se dio la vuelta y al volverse recibió en el tobillo el impacto de una flecha. La clase estalló en una carcajada. El dolor desconchó el delgado núcleo de su mentón, se arremolinó en las complejidades de su rodilla, y, más hinchado y ancho, más atronador, trepó por sus intestinos y le forzó a levantar la vista hacia la pizarra, donde acababa de escribir con tiza la cifra 5.000.000, el número probable de años de vida del universo. La risa de la clase, desde el primer estridente ladrido de sorpresa hasta los abucheos lanzados contra su objetivo con total premeditación, parecía atropellarle, aplastar la intimidad que tanto deseaba, una intimidad en la que hubiera podido recogerse con su dolor, calibrar su intensidad, estimar su posible duración e inspeccionar su anatomía. El dolor extendió un tentáculo por su cabeza y desplegó sus húmedas alas a lo largo de las paredes de su tórax, de modo que Caldwell, víctima de una repentina ceguera roja, tuvo la sensación de ser un gran pájaro en el momento de despertar. El encerado, una pizarra lechosa que conservaba aún huellas de las manchas dejadas al ser limpiada el día anterior, se adhirió a su conciencia como una membrana. Los peludos artejos del dolor parecían desplazar su corazón y sus pulmones; cuando empezó a hincharse el apretón de dolor en su garganta, a Caldwell le pareció que, como si se tratara de un resto de comida puesto sobre una bandeja, levantaba todo lo que podía su cerebro para impedir que aquella hambre lo alcanzara. Varios chicos, vestidos con camisas de todos los colores del arco iris, se habían subido a sus pupitres para lanzar impú
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