Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

EL


Tus pasos en la escalera, Muñoz Molina, p. 258
El almirante Byrd calentaba su cabaña con una estufa de gasolina tosca y complicada. 1933 es el Paleolítico de la tecnología. Algo más que no había sabido calcular en sus preparativos eran las emanaciones de monóxido de carbono de la estufa. Tenía que pararla de vez en cuando para evitar el envenenamiento o mantener una rendija abierta en la escotilla. El precio de no morir asfixiado era arriesgarse a ir muriendo poco a poco de frío. En la noche polar el termómetro descendía a sesenta o setenta grados bajo cero. El almirante Byrd veía formarse poco a poco una lámina de hielo en las paredes y en el suelo de la cabaña. Los cristales de hielo se extendían como plantas trepadoras o líquenes. La tinta estaba siempre helada en el tintero. Sujetando un lápiz con los dedos rígidos de frío en el interior de los guantes de piel de reno el almirante Byrd escribía con puntualidad su diario y registraba las mediciones atmosféricas de sus instrumentos. Salía de la cabaña para respirar el aire limpio y hacer algo de ejercicio y le bastaba alejarse unos pasos de la escotilla para encontrarse perdido en la oscuridad, entre los torbellinos cegadores de la nieve y el viento. La nieve y la niebla eran tan espesas que a unos pocos metros ya no le dejaban ver las antenas y los anemómetros de su puesto de observación. Había marcado un sendero clavando en la nieve una doble fila de cañas de bambú, pero el viento las tiraba y las enterraba la nieve. Tenía miedo de que una capa de nieve helada le impidiera abrir desde dentro la escotilla. Temía quedarse sepultado en la cabaña en un sarcófago de hielo duro como basalto. Un día volvió de uno de sus breves paseos y descubrió que no podía abrir la escotilla. En unos pocos minutos el hielo la había sellado. El terror a quedar sepultado fue de pronto el de no poder abrir la escotilla y morir congelado en la intemperie. Tiraba con las dos manos de la argolla y la tapa no se movía. Lo derribó un golpe de viento y ya no podía ni siquiera encontrar la argolla ni el contorno de la escotilla en la confusión de las rachas cegadoras de nieve. En ese momento tengo que parar de leer. Es muy tarde y ha sonado el teléfono. Miro a mi alrededor como si acabara de despertar de un sueño muy profundo.

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