Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

LIBRERIAS


Tus pasos en la escalera, Muñoz Molina, p. 99
Esos puestos de libros en las aceras de la ciudad sí los echo de menos. Había uno magnífico en Columbus Avenue, justo a espaldas del Museo de Historia Natural. Cecilia y yo pasábamos por allí camino del museo, o del brunch de los domingos en el Ocean Grill, después del cual visitábamos el mercadillo en el patio y en los bajos de la escuela pública de la Calle 77. El vendedor, Ben, un hombre de cara enjuta y morena, ojos muy claros, gorra de béisbol, sonrisa afable, instalaba su puesto en cuanto empezaban los primeros signos del buen tiempo,  los primeros días templados de sol, todavía con los árboles sin hojas en el parque del museo, días de tregua y esperanza frágil del final del invierno, que tantas veces cancelaba una nevada a destiempo, una racha de lluvias heladas y hostiles, desbaratadas por el viento que abatía las flores tempranas de los almendros y los cerezos. El puesto de Ben era como el resumen de una librería anticuada, muy bien surtida y muy sólida, con ediciones intactas de la Modern Library de los años cuarenta y cincuenta, libros de fotos de jazz, álbumes infantiles ilustrados. Algunos de los vendedores de la calle parecen indigentes, y a veces misántropos un poco trastornados, buhoneros ásperos que viven a la intemperie. Ben tenía siempre una presencia impecable, la ropa de abrigo usada pero limpia, la barba cuidada, las manos rudas pero muy sensitivas cuando tocaban los libros. Algunos de los mejores que ahora tenemos aquí se los compramos a él, regalos del uno para el otro, hallazgos que despertaban nuestra curiosidad simultánea. Aquí están los lomos de tapa dura como caras de amigos leales, las presencias que abarcan nuestras dos vidas y nuestros dos lugares, los dos tiempos, entonces y ahora, la educación que no tuve cuando debía y que ahora puedo darme por fin, lo que no leí nunca y lo que leí hace tanto tiempo y tan distraídamente que no me dejó huella ninguna: Melville, Faulkner, Conrad, los varones solemnes, Chéjov y Henry James, los preferidos de Cecilia, y las mujeres bravías, Dickinson, Woolf, Carson McCullers, Flannery O'Connor, el volumen de sus cuentos dedicado por mí con la fecha del cumpleaños de Cecilia, una edición de Lolita de los primeros sesenta que ella me regaló en uno de los míos. Saco un libro de la estantería, no para leerlo entero, sino tan solo para tocarlo o para detenerme en una página al azar, o para ver si hay fecha de compra y dedicatoria, queriendo encontrar en sus páginas signos materiales de nuestra vida de entonces, las dos entradas de un concierto o de una película, la factura del restaurante en el que acabábamos de comer, cada cosa con su precisión testimonial olvidada: el 6 de abril de 2012 Cecilia estuvo en un concierto de Joao Gilberto en Carnegie Hall; el recibo del dry cleaning en el que se enumeran las piezas de ropa que recogimos el 14 de noviembre de 2006 sirvió para marcar la página donde había un pasaje que a los dos nos gustaba mucho en un cuento de Alice Munro.

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