Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

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La ley del menor, Ian Mcewan, p. 133-134
Tenía la impresión, aunque los hechos no lo confirmaron, de que a finales del verano de 2012 las rupturas y los sinsabores de matrimonios y parejas crecieron en Gran Bretaña como una monstruosa marea de primavera que barrió hogares enteros, dispersó posesiones y sueños optimistas y ahogó a los que no tenían un poderoso instinto de supervivencia. Promesas de amor fueron desmentidas o reescritas, compañeros antaño benévolos se convirtieron en taimados contendientes que se agazapaban detrás de un abogado, sin reparar en gastos. Objetos domésticos en otro tiempo menospreciados fueron disputados acerbamente, una confianza antes natural fue sustituida por «arreglos» meticulosamente redactados. En la mente de los protagonistas, la historia del matrimonio fue escrita de nuevo como un estado que siempre había sido un fracaso y el amor pasó a ser un espejismo. ¿Y los hijos? Naipes de un juego, fichas de negociación utilizadas por las madres, sujetos de negligencia económica o emocional por parte de los padres; el pretexto para acusaciones de malos tratos reales, imaginados o cínicamente inventados, normalmente por las madres, en ocasiones por los padres; niños aturdidos que iban y venían cada semana de una casa a otra en virtud de acuerdos entre progenitores, abrigos olvidados en algún sitio o plumieres estentóreamente esgrimidos por un abogado a otro; niños condenados a ver a sus padres una o dos veces al mes; o nunca, ya que los hombres más resueltos desaparecían en la forja de un matrimonio cálido y nuevo para engendrar una nueva prole.

¿Y el dinero? Ahora las monedas acuñadas eran verdaderas a medias y a medias puras argucias. Maridos rapaces contra mujeres codiciosas que maniobraban ambos como países al final de una guerra, llevándose de las ruinas los despojos que podían antes de la retirada definitiva. Hombres que ocultaban sus ingresos en cuentas del extranjero; mujeres que reclamaban una vida tranquila para siempre. Madres que impedían a sus hijos que vieran a su padre, a pesar de las órdenes judiciales; maridos que pegaban a su mujer y a sus hijos, esposas que mentían, rencorosas, un cónyuge o el otro, o los dos, borrachos, o drogadictos, o psicóticos; y otra vez niños, forzados a cuidar de padres incompetentes, niños que habían sufrido auténticos abusos, sexuales, mentales o ambos, y cuyo testimonio se transmitía en la pantalla al tribunal. Y más allá del alcance de Fíona, en casos reservados que trascendían a los tribunales de familia y se juzgaban en las vistas penales, niños torturados, o que morían de inanición, o apaleados hasta la muerte, o de los que expulsaban los malos espíritus en el curso de ritos animistas, padrastros jóvenes y monstruosos que les rompían los huesos a bebés que aún caminaban a gatas en presencia de madres dóciles y de cortas luces, y drogas, alcohol, hogares sumidos en una pobreza extrema, vecinos indiferentes que hacían oídos sordos a los gritos, y asistentes sociales negligentes o agobiados que no intervenían. 

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