París de Marcos Giralt Torrente, p. 46-47
Algo distinto es lo que ocurre
con las horas inmensas que se mantienen despobladas, con codo ese tiempo
perdido que no sé encerrar en imágenes ni acierto tampoco a recuperar por medio
de la palabra. Suele decirse que es con la vejez cuando las imágenes de la
infancia regresan, y que hasta entonces perduran en la nebulosa, un túnel cada
vez más profundo de paredes lisas e iguales del que sólo penden unas pocas
bombillas insuficientes para iluminarlo en toda su extensión. Tal vez la
sensación de vado proceda de ahí, y tenga que esperar a esa edad para que lo
que ahora es sombra se nutra de luz, para que las figuras y las conversaciones,
los temores y las horas gastadas en común, los juegos y también las discusiones
y los momentos de tensión que sin duda hubo, se presenten de nuevo ante mí tal
y como fueron, distintos unos de otros. Mi madre por las mañanas al
despertarme; mi madre metiéndome prisa para que no perdiera el autobús del
colegio; mi madre saliendo de casa para ir al suyo en coche; mi madre en casa,
cuando yo regresaba a las seis y ella ya estaba allí desde el mediodía; mi
madre empeñándose en que hiciera los deberes; mi madre preocupada; mi madre
alegre; mi madre como única espectadora de mis gracias de niño; mi madre
leyéndome los libros que por mi mismo no leía; mi madre contestando a mis
preguntas; mi madre mandándome a la cama y viniendo luego a darme un beso; mi madre
cerrando la puerta; mi madre dejándose acariciar o acariciándome ella... Idas y
venidas del colegio; fines de semana que, antes de llegar, crecían ante mis
ojos para apagarse, una vez llegados, con el gris mortecino de cada domingo; días
distintos y a la vez iguales, días cortos y largos, días en los que al regresar
a casa sólo la tenía a ella. Los instantes por evocar son muchos y se anulan
entre sí, se superponen unos a otros con la fuerza de lo que no se altera.
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