La península de las casas vacías, David Uclés, p. 152
La mujer era muy religiosa. Había
conocido a Franco en Tarna un día cazando perdices. Su padre no veía con buenos
ojos que se casara con alguien de apariencia tan mísera y de donnadie, en vez
de con un joven de relumbrón, pero la onerosa de Carmen tenía mejor ojo que su
padre, y desde aquella cacería ya nunca más se separó de él. Intuyó que junto a
aquel hombrecillo podría mantener su mayor afición aparte de ir a misa: las
joyas. Misa y joyas, una relación que de por sí dice más de ella que cualquier
biografía. Fue tal el derroche en joyería que la apodaron «la Collares»;
incluso le sujetaban el cuello entre varios cuando se quitaba las joyas, pues se
le había alargado como a las mujeres padaung.
Aquella noche previa a la huida
de Franco hacia el continente africano, Carmen se informó sobre la orientación
de los presbiterios de los templos en la costa atlántica francesa y sobre las joyerías
de la zona, repitiéndose la creencia de que la que bien vive, bien acaba. Una
pensando en diamantes y rezos; el otro, en sangre y palacios.
Por cierto, hay quien dice que la
Collares nunca estuvo embarazada, que su hija Carmencita fue fruto de una
historia entre el hermano de Franco, Ramón, y una prostituta -apodada la
Gaviota- que murió a los días de parir. Las malas lenguas decían que Carmen
Polo era estéril, que habría sufrido una vibriosis ocasionada por las bacterias
que contenían las perlas vivas que se colgaba del cuello.

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