La península de las casas vacías, David Uclés, p. 104
El bar en Iberia es todo un patrimonio. Es tanto una extensión del hogar como un refugio del mismo, y a la par, una embajada que sirve de unión entre los diferentes pueblos. Te acoge vengas de donde vengas: del mediodía más rural o del norte más industrial, de un pueblo independentista o de uno castizo del centro de Madrid. Es un salón compartido en el que se puede conversar, desayunar, comer, cenar, tomar el café, tapear, celebrar una fecha señalada, emborracharse, estudiar, escuchar la radio, leer la prensa, trabajar, descansar, matar el tiempo, ligar, hacer amigos, jugar a las cartas, asearse, ir al baño, trasnochar e incluso confiar las llaves de tu casa. Hoy día, Iberia es el país con más bares del globo, uno por cada ciento setenta personas.
En los años treinta del siglo
pasado, los bares de los pueblos eran frecuentados por los hombres de forma
diaria y por las mujeres los domingos después de misa y los días festivos. No
es que la mujer estuviera vetada, pero la tradición, de corte machista, imperaba
antaño, y la mujer no solía entrar si no era con su marido o en día de fiesta.
Los hombres decían que iban al bar a «ligar», pero no en el sentido
contemporáneo y sentimental de la palabra, sino como sinónimo de «encontrarse
con los amigos». La «liga» era el tapeo acompañado de varias cervezas o vinos, generalmente
antes de la hora de la cena, tras el tajo en el campo. Charlaban y jugaban al
dominó o a las cartas: al tute, al mus, a la brisca, al chinchón, al subastao
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