No sabes lo que es el aire, y sin embargo respiras. No sabes lo que es el sueño, y sin embargo duermes. No sabes lo que es la noche, y sin embargo reposas en ella. No sabes lo que es el corazón, y sin embargo late regularmente en tu pecho, día y noche, día y noche, día y noche.
Has cumplido tres meses de vida y
ya pareces envuelta en rutinas mientras reposas en un lecho de lo mismo día
tras día, porque no tienes un capullo como las larvas, una bolsa como los
canguros o una guarida como los tejones o los osos. Tienes el biberón de leche,
el cambiador con los pañales y las toallitas, el cochecito con la almohada y el
edredón, y tienes los grandes cuerpos de tus padres. Rodeada de todo esto
creces tan despacio que nadie lo percibe, menos que nadie tú misma, porque
primero crecerás hacia fuera, al agarrar y fijar lo que hay a tu alrededor con
las manos, con la boca, con los ojos, con los pensamientos, que así se crean, y,
por fin, cuando hayas hecho esto durante unos años, y el mundo esté
establecido, empezarás a descubrir lo que te agarra, y crecerás también hacia
dentro, hacia ti misma.
¿Cómo es el mundo para un recién
nacido?
Luminoso, oscuro. Frío, caliente.
Blando, duro.

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