La invención de todas las cosas, Jorge Volpi, p. 138
El mejor lector de la Odisea ha
sido James Joyce, quien no se contentó con imitarla, sino que se dio a la tarea
de traducirla no a otra lengua, sino a otro espacio-tiempo. Su Ulises no es
tanto una reescritura cuanto un maniático viaje al futuro: capítulo a capítulo,
el irlandés muta, altera y se ríe de los personajes de Homero. Frente a los
diez años de viaje de Ulises, el del apacible y no tan ingenioso Leopold Bloom
dura un solo día: el 16 de junio de 1904, 1a fecha de la primera cita entre
Joyce y Nora Barnacle. No deja de resultar significativo que Joyce haya
preferido verse encarnado en el personaje de Telémaco bajo la apariencia de
Stephen Dedalus, en vez de en Ulises. Bloom es el prototipo del hombre común
-el andrós, el everyman- descrito en el proemio de la Odisea: un personaje que
se deja arrastrar de un lado a otro de Dublín, navegando por la vida al capricho
de los otros. A diferencia de Penélope, Molly no desraca por su fidelidad:
Bloom no puede olvidar el affaire de
su mujer con Hugh Boylan, conocido como Blazes, una suerte de donjuán dublinés.
En el último capítulo de su proceloso libro, Joyce le devuelve a Penélope la
palabra que le arrebató Telémaco. De vuelta en la cama con Leopold, su célebre
monólogo interior-una frase como una corriente marina- concluye de este modo
(en traducción de José María Valverde): « ... y entonces le pedí con la mirada
que me lo pidiera otra vez sí y entonces me preguntó si quería sí decir sí mi
flor de la montaña y al principio le estreché entre mis brazos sí y le apreté contra
mí para que sintiera mis pechos todo perfume sí y su corazón parecía desbocado
y sí dije sí quiero Sí». Sí es la palabra con que inicia y termina el monólogo.
En opinión de Joyce -tan machista como sus modelos griegos-, se trata de la
expresión femenina por excelencia: la de la mujer que por fin acepta y se
somete.

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