Dos tiros habían rajado el
silencio de la mancha, y a las voces del hombre saltaron los otros de sus
escondites, y acudían aprisa, restregando y haciendo sonar la maleza, de la que
apenas asomaban las cabezas y los hombros por encima de las jaras, mientras él
los veía venir, con las piernas abiertas, inmóvil, con la escopeta en sus
brazos, cruzada delante del pecho, y los miraba con toda su sonrisa, conforme
iban llegando, uno a uno, y formaban el corro alrededor de la loba moribunda,
que aún se debatía y manchaba de sangre los cantos rodados, en un pequeño claro
del jaral, donde los cortos hilillos de hierba de febrero raleaban mojados
todavía por el rocío de la mañana. El alcalde fue el último en llegar, cojeando
y abriéndose camino con la culata de su arma, por entre la espesura de altos matorrales,
a la mirada de todos los otros, que le abrían un hueco en el corro y guardaban
silencio, como esperando a ver lo que decía; y primero miró unos instantes a la
loba y después levantó la cabeza hacia la cara del que la había derribado y
dijo:
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