Manual corsario, PPPasolini, p. 152
Le digo siempre a todo el mundo, cuando tengo ocasión, que Roma es la ciudad más hermosa del mundo. De las ciudades que conozco, es aquella en la que prefiero vivir: es más, a estas alturas, no puedo concebir siquiera el vivir en otra parte. Mis peores pesadillas son aquellas en las que sueño que tengo que abandonar Roma para volver a la Italia del norte. Su belleza es, por supuesto, un misterio: podemos recurrir cuanto queramos al barroco, a la atmósfera, a la composición, toda depresiones y alturas del terreno, que le confiere continuas e inesperadas perspectivas, al Tíber que la surca y la abre en corazones maravillosos vacíos de aire, y sobre todo a la estratificación de estilos que en cada esquina donde uno gire se ofrece la vista de una sección diferente, que es un verdadero trauma debido al exceso de belleza. Pero ¿sería Roma la ciudad más hermosa del mundo si, al mismo tiempo, no fuera la ciudad más fea del mundo?
Como es natural, belleza y
fealdad están vinculadas: la segunda vuelve a la primera patética y humana, la
primera nos hace olvidar la segunda.
Los lugares de la ciudad que son
«solo» hermosos y los lugares de la ciudad «solo» feos son raros. Cuando la
belleza se aísla tiene algo de arqueológico en el mejor de los casos: pero más
a menudo es una expresión de una historia no democrática, en la que el pueblo está
ahí para aportar color, como en una estampa de Pinelli.
Y del mismo modo -y por el
contrario-, la fealdad, cuando se aísla y llega casi a lo atroz, nunca es
completamente depresiva y arisca: el hambre, el dolor son allí alegoría, la
historia es nuestra historia, la del fascismo, la de la guerra, la de la
posguerra, toda trágica, pero en progreso, y por eso llena de vida. La
esperanza no es tampoco política, puesto que el subproletariado que vive allí profesa
un comunismo confuso y bastante extraño. Es una esperanza pura; la de aquellos
que, al vivir antes de la historia, tienen aún toda la historia ante ellos:
condición anárquica e infantil. Los crímenes acerca de los que se lee cada día
en la crónica negra de Roma son todos de gente débil, aterrorizada: matan para
que no los maten, previenen el mal con el mal. Quien sale antes va el primero
con ventaja, piensa un chico del pueblo romano que se va de paseo «dentro de
Roma», siempre en guardia para liarse a mamporros, para buscar follón; su moral
es una moral de la jungla por ser, precisamente, un débil.
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