Palabras del Egeo, Pedro Olalla, p. 115
El clima de la Tierra no ha hecho
más que cambiar, oscilando entre momentos fríos y calientes, a veces moderados y
a veces extremos. A decir verdad, durante la primera mitad de su existencia,
este planeta fue un infierno de gases, cataclismos, terremotos y erupciones
volcánicas. Después, hubo varios momentos en que fue lo contrario: una silenciosa
esfera blanca, recubierta parcial o totalmente de hielo. De hecho, ha habido
siete grandes eras glaciales, y ahora, aunque no lo parezca, estamos todavía en
la última de ellas, pues la Tierra aún mantiene sus menguados y frágiles casquetes
polares.
Hace dieciocho mil años, los
hielos del norte llegaban, sin embargo, a las costas del Mediterráneo. Fue
entonces cuando comenzaron a fundirse; y, a medida que el mar crecía con el
aporte de las aguas retenidas en forma de glaciar, la tundra crecía también en
la franja de tierra deshelada que iba recibiendo otra vez los rayos olvidados
del sol. Pero aún habría de alejarse mucho el hielo para que brotaran con fuerza
la hierba y el bosque, y habría de pasar largo tiempo para que aquellas tierras
nuevas se hicieran habitables para el hombre.
Sin embargo, desde su propio
origen, el hombre paleolítico tuvo, en esta charca del Egeo, su Jardín del
Edén: vegetación frondosa, arroyos cristalinos, árboles y arbustos que lo
obsequiaban con sus frutos, cuevas donde encontrar un refugio oportuno, un mar
omnipresente de aguas claras y muy poco profundas (como las de esta bahía de
Prasa), radas llenas de peces y de otras criaturas de muy fácil captura, piedra y madera para construir sus ingenios,
caza abundante en cada estación, noches estrelladas para aprender del cielo, un
invierno benigno y una dilatada primavera.
En la imagen Medea con Teso y su padre -de él- Egeo
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