Diarios 2, Rafael Chirbes, p. 474
Berlín es un ente perezoso cuyas
células nerviosas, las neuronas que relacionan unas partes con otras y crean la
ilusión de un cuerpo único, existen gracias a que así lo permiten dos formas
imprescindibles de transporte: el metro y la bicicleta. Berlín existe porque
los viajeros del metro y los ciclistas deciden que recorren una sola ciudad, y
definen sus confines, y van de un sitio para otro dentro de esa entelequia urbana
cuyos límites son como la pintura de Leonardo, más bien cosa mentale: no les
importa cruzar siete u ocho kilómetros -canales, bosques y descampados
incluidos- para tomar una copa y luego otros cinco o seis para entrar en una discoteca,
y tres o cuatro para volver a casa, y a todos esos lugares dispersos han
decidido llamarlos Berlín. Esta mañana una joven traductora me decía que las
ciudades españolas la agobian, la asfixian sus calles, le parecen estrechas,
ruidosas, carentes de vegetación, secas y desoladas. Se quejaba: esa continuidad
de los edificios que se suceden a lo largo de kilómetros sin que apenas haya
una pausa de verde le producían asfixia. Hablaba de Madrid y Barcelona, que son
las ciudades que conoce. Lo cierto es que Berlín, incluso cuando consigue
concentrar unas cuantas calles, es un damero más bien solitario. Caminando
cerca del Pergamon Museum, por el interior del lujoso núcleo que incluye Unter
den Linden y Franziisische Strasse veo las anchas aceras apenas pobladas, las
tiendas vacías, y me pregunto cómo demonios funciona esto, quiénes son los que
viven en esos pisos elegantes, los que compran en esas tiendas y se hospedan en
esos hoteles carísimos; dónde se meten esos millones de habitantes que dicen
que tiene la ciudad cuando no hay un partido de fútbol en la pantalla gigante
del edificio Sony de la Potsdamer Platz o un concierto, eventos que sacan a la
calle a decenas de miles de personas. En otros momentos, solo el conjunto de las
grandes arterias circulatorias y sus principales ramas -unas cuantas grandes
calles que la recorren de punta a punta en varias direcciones- resultan
bulliciosos y hasta cierto punto ruidosos, pero es un sistema de circulación
estanco, que apenas admite fugas; basta con alejarte de esas calles para volver
a poder pasear tranquilamente por lugares solitarios, o entre casas en las que
parece que no vive nadie.
En la foto la casa de Bowie en Berlín
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