Familia, infancia, juventud, Pío Baroja, p. 115
Yo soy un hombre que ha salido de su casa por el camino, sin objeto, con la chaqueta al hombro, al amanecer, cuando los gallos lanzan al aire su cacareo estridente corno un grito de guerra, y las alondras levantan su vuelo sobre los sembrados.
De día y de noche, con el sol de agosto y con el viento helado de diciembre, he seguido mi ruta, al azar, unas veces asustado ante peligros quiméricos; otras, sereno ante realidades peligrosas.
Para entretener mi soledad, he ido cantando, silbando, tarareando canciones alegres y tristes, según el humor y el reflejo del ambiente en mi espíritu.
A veces, al pasar por delante de una casa del camino, cantaba más alto, gritaba, quizá con jactancia, queriendo ser escuchado. «Alguna ventana se abrirá», pensaba, «y aparecerá un rostro simpático y jovial».
No se abría ninguna ventana, no salía nadie; yo insistía cándidamente, y, al insistir, iban brotando de aquí y de allá caras torvas, miradas hostiles, gente en guardia, que apretaba el garrote en las manos huesudas.
«Quizá los he ofendido», discurría yo. «Esa gente no quiere nada conmigo», y seguía mi marcha, al azar, con la chaqueta al hombro, sin objeto, cantando, tarareando y silbando
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