Diarios 2, Rafael Chirbes, p. 311
Bruno Arpaia muestra un
desconsolado pesimismo al hablar de Nápoles. Según él solo una pequeña parte de
los habitantes de la ciudad trabajan en algo confesable, y a esos, el resto los
tolera con desagrado. Los trabajadores legales son el elemento extraño. Los
demás aportan una masa de labores oscuras, esfuerzos sin forma definida, pero
organizada minuciosamente. Son los dueños de la ciudad, generadores de
anticuerpos que los libran de los extraños. Nápoles, según él, está condenada a
muerte. Asegura que, cada vez que vuelve, se refuerza en esa idea. Es verdad
que, desde la última vez que la visité, han rehabilitado bastantes edificios,
incluidos unos cuantos interiores de palacios e iglesias. Pero, mientras charlamos,
caminamos entre montañas de basuras, cajas, papeles, suciedad. Lo turbio
encuentra en Nápoles un humus favorable que lo hace crecer sin control. La
violencia es cada vez más ecuménica y afecta a los propios napolitanos más atrevidos.
Los noctámbulos dejan sus monederos antes de salir de casa, se despojan de sus
joyas, relojes y teléfonos móviles. Las nuevas generaciones de delincuentes ya
no se conforman con robarte. Quieren hacerte daño, me explica Bruno. Y añade:
la marea de la violencia ha crecido imparable durante los últimos años, sin que
lo impida ninguna medida de prevención, ocupa descarada los espacios públicos.
En ese sentido, Nápoles ha empeorado. Pero tampoco puede decirse que ha
mejorado la higiene de la ciudad, que, por lo demás, siempre ha sido ínfima. Me
cuenta que su padre era geómetra y que él, con catorce o quince años, lo
acompañaba a medir los patios del Barrio de los Españoles, o de Spaccanapoli, y
que fue así como empezó a descubrir ese Nápoles de habitaciones en las que
vivían catorce o quince personas, microviviendas que, en el mejor de los casos,
contaban con un retrete que era solo un agujero metido en alguno de los armarios
de la cocina. La ducha, por supuesto, ni se conocía.
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