Palabras del Egeo, Pedro Olalla, p.22
Dicen que, cuando el mar subió a
la tierra y las aguas cubrieron gran parte de la Hélade, los bondadosos y
devotos Deucalión y Pirra sobrevivieron al desastre en una embarcación
construida por advertencia del titán Prometeo. Una vez amainaron las aguas,
aunque desolados por ver toda la tierra silenciosa y vacía, Pirra y Deucalión
dieron gracias a Zeus, a las ninfas de la montaña y a la diosa Temis, y luego
lloraron por hallarse solos, como un triste despojo viviente de la raza humana.
Conmovida entonces Temis, pronunció, desde la helada roca de su oráculo, las oscuras
palabras que habrían de salvar a la especie: «Cubrid vuestras cabezas, desceñid
vuestras túnicas y echad a andar arrojando hacia atrás los pulidos huesos de
vuestra gran madre». Deucalión, como hijo que era del sagaz Prometeo, comprendió
que la madre era la Madre Tierra; y los huesos, las piedras que estuvieron un
día en su seno. Comenzaron, pues, a cogerlas del suelo y a arrojarlas de nuevo a
sus espaldas, y de la piedra dura se renovó la dura estirpe de los hombres. Y
de la piedra (laas) tomó su nombre el pueblo (laós).
¡Razón tenía el sabio que afirmó
que el logos es el retrato del alma! Comprender que los griegos vieron en estas
piedras acumuladas en la orilla la imagen de una humanidad es comprender el
alma de este pueblo marino. ¿Ves los cantos rodados, Silvano? ¿Los ves ahí en
la playa? Pues ahí están los griegos, ahí están los antiguos pobladores del Egeo:
nacidos de la adusta tierra, traídos y
llevados por el mar, pulidos por las olas, brillando al sol, rumoreando, todos
iguales y todos diferentes. Los griegos: «pueblo marino», como decía
Sófocles," o humildes «ranas
asomadas al mar», como decía Sócrates.
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