Esta vez, cuando bajes del barco, estarás ya tan alto como yo. Se me está haciendo larga la espera. Hoy, a primera hora, cuando todo parecía dormido todavía, me vine a caminar descalzo por la orilla del mar: mis pisadas y las olas que se deshacían suavemente en la arena fueron, durante un rato mágico, los únicos sonidos de la isla. Más tarde busqué asiento en la playa vacía, en el lugar donde ahora estoy, a la sombra de un viejo tamariz con el tronco vencido por el viento y pintado de cal hasta donde comienzan a crecerle las ramas.
La primera página en blanco de
este cuaderno en el que ahora te escribo refleja de forma cegadora la pletórica
luz que vierte sobre el mundo el cielo del Egeo. Bien pensado, casi me
atrevería a decir que no refleja sólo la luz: que también es sensible al soplo
de esta brisa, cargada de sal y de tomillo; que el papel es uno de esos muros
calientes del camino por el que trepa alguna lagartija; una de esas paredes encaladas
del pueblo contra las que resuena el canto infatigable de las cigarras. Me
deslumbra su blanco cuando voy a escribir, y tengo que hacer sombra con la
mano. Luego, cada vez que levanto la mirada, me encuentro con el mar, de un
azul aún mucho más profundo que el del cielo. Y, ¿sabes?, así, como venida del
silencio, casi escucho tu risa de niño, tu ya lejana voz de niño, repartiendo
con asombro aquella alegría inesperada y pura que te produjo ver delfines por
primera vez. Delfines de verdad: tan reales como en tu fantasía.