Mientras paseaba por una de las naves laterales vi un confesonario libre y, sin pensarlo dos veces, me arrodillé y me confesé.
-Y el cura, ¿qué te dijo?
-Que rezara dos padrenuestros y tres avemarías.
Carles empieza a comprender.
-Y claro -dice-, tú los rezaste ...
-Uno detrás de otro.
- ... y entonces sentiste una maravillosa sensación de bienestar.
-Exacto.
-Hasta casi dirías que te entró un poco de sueño.
Luis arruga el entrecejo mientras repasa sus recuerdos.
-Pues ahora que lo dices, sí..., ¿cómo lo sabes?
-Endorfinas -exclama Carles-. Tus glándulas liberaron una buena dosis de endorfinas. Por eso te sentiste tan bien.
-¿Y qué cojones son las endorfinas?
-Drogas naturales del cuerpo.
-No me hables de drogas -dice Luis tapándose los oídos-, te lo ruego.
-Son inofensivas -matiza su vecino-, más aún, son necesarias. El organismo las produce cuando reímos, amamos, hacemos ejercicio o, como en tu caso, cuando recuperamos un recuerdo de la infancia, una sensación de lo que está bien hecho, de lo que te enseñaron que estaba bien. ¿Me explico?
Luis se destapa los oídos y asiente.
-Supongo que sí -admite-. Durante mis años escolares me confesaba todas las semanas. Era obligatorio. A casi todos mis compañeros les fastidiaba arrodillarse en el confesonario y contarle a un cura sus pajas mentales ...
-Mentales y corporales, diría yo.
- ... pero a mí me gustaba.
-¿Las mentales o las corporales?
-Me gustaba confesarme, Carles, puedes creerme. Me sentía limpio, puro, como quien hace lo que está escrito que debe hacer.