Nunca he salido en películas,
pero crecí con el cine. Rodolfo Valentino estuvo en la fiesta de mi quinto cumpleaños, o porlo menos
eso me contaron. Digo esto solo para explicar que, antes incluso de tener uso
de razón, estaba en una posición que me permitía ver cómo funcionaba la
industria del cine.
Pensé escribir mis memorias, «La hija del productor», pero
a los dieciocho años este tipo de proyectos nunca se realizan. Mejor, pues
habría resultado algo tan soso como las antiguas columnas periodísticas de
Lolly Parsons. Mi padre estaba en el negocio del cine como cualquier otro podía
estar en el del algodón o en el del acero, y yo me lo tomaba con tranquilidad.
En el peor de los casos, aceptaba Hollywood con la resignación que un fantasma acepta
su casa embrujada. Sabía lo que debía
pensar al respecto, pero me obstinaba en no horrorizarme.
Esto es fácil de decir, pero
otra cosa es hacérselo comprender a la gente. Cuando estaba en Bennington,
algunos de mis profesores fingían indiferencia hacia Hollywood y sus cosas,
pero en realidad lo odiaban. Y lo odiaban en lo más profundo de su ser, como una
amenaza contra su propia existencia. Tiempo atrás, cuando estuve en un colegio
religioso, una dulce monjita me pidió que le facilitara un guión para «enseñar a su clase cómo escribir para el cine»,
como ya lo había hecho con el ensayo y el cuento. Le conseguí uno y supongo
que, con perplejidad, lo estudió y lo volvió a estudiar; pero nunca lo mencionó
en clase. Luego me lo devolvió como sorprendida y ofendida, sin hacer ningún
comentario. Eso es, más o menos, lo que espero que suceda con esta historia.
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