De la señora Bovary de Flubert
Pero, al verse en el espejo, su
cara la asombró. Nunca había tenido los ojos tan grandes, ni tan negros, ni tan
hondos. Algo sutil, repartido por toda su persona, la transfiguraba.
Se repetía: «¡Tengo un amante!
¡Tengo un amante!», recreándose en esa idea, como si le hubiese sobrevenido
otra pubertad. Por fin iban a ser suyas esas alegrías del amor, esa fiebre de
la felicidad con las que ya no contaba.
Estaba entrando en algo
maravilloso donde todo sería pasión, éxtasis, delirio; la rodeaba una
inmensidad azulada; las cumbres del sentimiento le resplandecían en la imaginación, y la vida corriente no se le aparecía
sino muy abajo, en la sombra, entre los intervalos de esas alturas.
Se acordó entonces de las
heroínas de los libros que había leído, y La legión lírica de esas mujeres
adúlteras le empezó a cantar en la memoria con deleitosas voces de hermanas. Se estaba convirtiendo casi en una parte
verdadera de esas ficciones y cumplía con la larga ensoñación de su juventud
al-verse incluida en esa clase de enamoradas a las que tanto había envidiado. Por lo demás, Emma
notaba una satisfacción vengativa. ¡Bastante
había sufrido! Ahora triunfaba y el amor, tanto tempo reprimido, brotaba entero
en unos burbujeos jubilosos.
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