Del prólogo de Vila-Matas a La hechizada de Barbey d’Aureville, p.18-19
El emperador Carlomagno (nos cuenta Calvino ampliando levemente la escueta nota a pie de página de Barbey) se enamoró, siendo ya viejo, de una muchacha alemana. Los nobles de la corte estaban muy preocupados porque el soberano, poseído de ardor amoroso y olvidado de la dignidad real, descuidaba los asuntos del Imperio. Cuando la muchacha murió repentinamente, los dignatarios respiraron aliviados, pero por poco tiempo, porque el amor de Carlomagno no había muerto con ella. El emperador, que había hecho llevar a su aposento el cadáver embalsamado, no quería separarse de él. El arzobispo Turpin, asustado de esta macabra pasión, sospechó un hechizo y quiso examinar el cadáver. Escondido debajo de la lengua muerta encontró un anillo con una piedra preciosa. No bien el anillo estuvo en manos de Turpin, Carlomagno se apresuró a dar sepultura al cadáver y volcó su amor en la persona del arzobispo. Para escapar de la embarazosa situación, Turpin arrojó el anillo al lago de Constanza, Carlomagno se enamoré del lago de Constanza y no quiso alejarse nunca más de sus orillas.
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