De Sartoris, p. 17-18
Bayard permaneció por un momento inmóvil delante de la casa, pero su blanca simplicidad sólo le ofrecía un sueño ininterrumpido entre los árboles añosos iluminados por el sol. La glicina que subía por un extremo de la veranda había florecido, marchitándose después, y un débil rastro de pétalos ajados yacía pálidamente entre sus oscuras raíces y las de un rosal que crecía apoyándose en el mismo rodrigón. El rosal, lenta pero inexorablemente, estaba ahogando la otra enredadera, cuyos brotes no pasaban ya del tamaño de dedales y daban unas flores tan pequeñas como monedas de plata; abundantísimas, eso sí, pero sin aroma, y además se deshacían al intentar cortarlas.
Sin embargo, la inmovilidad y la serenidad de la casa resultaban sedantes, por lo que el viejo Bayard subió hasta el vacío y encolumnado porche y, después de cruzarlo, entró en el espacioso vestíbulo de altísimo techo. La casa estaba silenciosa, exquisitamente huérfana de cualquier sonido o movimiento.
No hay comentarios:
Publicar un comentario