De La despedida, de Kundera, p. 191-192
Y en ese momento se le pasó por la cabeza un recuerdo que duró un segundo: Tenía alrededor de diez años cuando se enteró de cómo nacían los niños y desde entonces aquella imagen lo perseguía cada vez más, a medida que con los años iba conociendo mejor la materia concreta del organismo femenino. Desde entonces se imaginaba con frecuencia su nacimiento; se imaginaba el cuerpecito pasando por ese túnel estrecho y húmedo, su boca y su nariz llenas de esa extraña mucosidad; se imaginaba que estaba todo untado y señalado por ella. Sí, aquella mucosidad femenina le había dejado señalado, para poder ejercer su poder sobre Jakub durante toda su vida, para poder tener derecho a que acudiese a su llamada en cualquier momento y a darles órdenes a los extraños mecanismos de su cuerpo. Todo aquello le producía repugnancia y se resistía a aquella servidumbre negándose, al menos, a entregarle su alma a las mujeres, defendiendo su libertad y su soledad, limitando el dominio de la mucosidad sólo a ciertas horas de su vida. Sí, quizá por eso quería tanto a Olga, porque para él estaba más allá de la frontera del sexo, porque estaba seguro de que nunca le recordaría, con su cuerpo, la humillante manera en que había nacido.
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