De Egos revueltos, de Juan Cruz, p.261-262
Habíamos pensado en revitalizar la idea (de Schavelzon) de publicar en bolsillo a algunos escritores nuestros, españoles y extranjeros, «para defender los derechos»; entonces en España se creía poco en las colecciones de bolsillo, poco o nada; de hecho, Carmen Balcells, que desde hacía mucho tiempo marcaba la pauta de lo que se podía hacer con los derechos aquí y en América Latina, era muy reacia a otorgar derechos de bolsillo... Era como si las colecciones de bolsillo hubieran sucumbido ante la fuerza moral de Alianza Editorial, y después de los vaivenes de las colecciones de Distribuciones de Enlace. Y aunque Carmen suele tener razón (no siempre, pero ella actúa como si siempre tuviera razón), esta vez parece que erró el tiro, porque las colecciones de bolsillo proliferaron luego, y ahí siguen marcando una manera de acercarse a los libros que en el extranjero ya era habitual y aquí resultaba, en 1992, una aventura con el porvenir incierto... Y para hacer nuestra colección, que estaba en estudio, a mí me parecía que teníamos que empezar por Juan Benet... Se lo dije; le propusimos que fuera Saúl ante Samuel la obra con la que deberíamos comenzar. Fue entonces cuando Benet me dijo aquella frase que repito siempre que le nombro recordando su relación con sus propios libros:
—Pero, Juanito, ¿tú quieres arruinar a Polanco?
En aquel entonces me lo dijo varias veces; eso formaba parte de su manera de hablar, de su forma de dirigirse a mí, entre bromas y veras. Me sugirió, en todo caso, que deberíamos pedirle la portada a su hijo Eugenio, pintor, sin duda el que más se le parece, con su pelo ya completamente gris, como el pelo del padre, su flequillo cayéndole en onda sobre el ojo. Y se la pedimos a Eugenio. Lo cierto es que Juan me iba dando indicaciones por teléfono; el otoño coincidía con el otoño, o el invierno, de su vida; aquel ser pletórico se apagaba, pero siguió trabajando. Un día me dijo que tenía ya las pruebas dispuestas; había trabajado hasta la extenuación; era un hombre cumplidor y preciso, y ni la enfermedad varió el ritmo de esa actitud, que mantuvo hasta el final. No quería dejar en manos del editor un libro cualquiera, revisado de cualquier manera. Fui a su casa a buscar las pruebas, un atardecer que está marcado para siempre en mi memoria.
Allí estaba Juan, enflaquecido aún más de lo que pudiera imaginar, con su pelo en guedejas grises, sentado ante el piano; se levantó, dio algunos pasos para buscar las pruebas. En la estantería vi una foto de su amigo Antonio Martínez Sarrión, y libros, muchos libros. Sobre un atril, junto al piano, una partitura. En la casa había paz; Blanca Andreu leía arriba, y vino a saludar poco antes de que yo me marchara. Juan hizo algunas bromas, de nuevo sobre el coste que para Polanco iba a suponer la edición de ese libro en bolsillo, y sobre mí, sobre el trabajo que me aguardaba.
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