De La bestia en la jungla, de Henry James (Arena Libros, p.38.)
Una de las sorpresas fue descubrirse a sí mismo —pues fue así como ocurrió— preguntándose si el gran accidente o consistiría más que en estar condenado a ver a esta ádorable mujer, a esta maravillosa amiga, partir definitivamente de su lado. Nunca la había calificado con tanta franqueza como al verse obligado a confrontar esta posibilidad; a pesar de ello, apenas le cabía duda de que, como respuesta a su prolongado enigma, la supresión de uno de los rasgos de su circunstancia, siquiera uno tan espléndido, resultaría un abyecto desengaño. Representaría, en relación con su actitud pasada, un desplome de su dignidad a cuya sombra su existencia sólo podría convertirse en el más grotesco de los fracasos. Había estado lejos de juzgarla un fracaso, pese a lo mucho que hubiera esperado la aparición de lo que había de hacer de ella un éxito. Había esperado algo bien distinto, nada que ver con aquello. Sin embargo, cuando paraba mientes en lo larga que había sido su espera, o al menos, la de su amiga, sentía flaquear su buena fe. Que pudiera recordársela como alguien que había esperado en vano le afectaba severamente, tanto más cuanto que él en un principio no hiciera sino entretenerse con esa idea. Esto se agravó a medida que lo hacía la salud de May, y el estado de ánimo resultante, que él mismo terminó por observar como si se tratara de una deformidad evidente en su figura, podía considerarse otra de sus sorpresas. A ésta se le agregó otra: la conciencia, realmente pasmosa, de un interrogante al. que, de haberse atrevido, habría permitido que tomara cuerpo. ¿Qué significaba todo aquello?; es decir, ¿qué significaban ella y su yana espera y su probable muerte y la muda amonestación que todo ello comportaba, a menos que, a estas alturas de la vida, ya fuese, simple y abrumadoramente, demasiado tarde? Nunca, en ninguna de las etapas de su extravagante conciencia, había admitido siquiera el susurro de semejante reprobación; nunca, hasta esos últimos meses, había traicionado tanto su convicción como para dejar de creer que lo que había de llegarle se tomaría su tiempo, tanto si a él mismo le parecía tenerlo como si no. La certeza de que al final, después de todo, no le quedaba tiempo, o le quedaba en una proporción ínfima, se convirtió muy pronto, conforme le iban las cosas, en un factor con el que su vieja obsesión hubo de contar, y al que vino a sumarse la creciente evidencia de que a la gran nebulosa en cuya larga sombra había vivido apenas si le quedaba margen para verificarse. Puesto que era en el Tiempo donde debía haber arrostrado su destino, era también en el Tiempo donde su destino debía haber actuado; y al despertársele la sensación de haber dejado de ser joven, que era exactamente la sensación de ser viejo, del mismo modo que ésta, a su vez, era la de ser débil, se le reveló, además, otra cuestión. Todo concordaba; él y la gran nebulosa estaban sujetos a una misma ley indivisible. Cuando las posibilidades mismas habían enmohecido, cuando el secreto de los dioses había desfallecido, y tal vez incluso se había evaporado, eso, y solamente eso, era el fracaso. No habrían sido un fracaso ni la ruina, ni la deshonra, ni la picota, ni la horca, el fracaso era no padecer nada.
Y así, en el lóbrego valle al que le condujo el giro inesperado que había tomado su camino, sentía no poco asombro mientras avanzaba a tientas. Le traía sin cuidado la terrible desgracia que pudiera sorprenderle, la ignominia o monstruosidad que aún pudieran imputarle —después de todo, no estaba tan caduco como para no poder sufrir—, siempre y cuando fueran decentemente proporcionales a la postura que había mantenido toda su vida frente a la amenazante presencia. Tan sólo le quedaba un único deseo: no haber sido estafado.