Fractal, Andrés Trapiello, p. 466
Hay un anuncio en televisión muy
penoso y cutre en el que una mujer se encara con la cámara y dice, muy
circunspecta: yo también las he sufrido en secreto. Su rostro es apesarado,
como quien ha sido atacada a traición por una humillación vergonzosa, pero
súbitamente se ilumina su rostro y muestra radiante la pomada que ha destruido
a la fiera, mientras proclama su triunfo: han desaparecido. En todo el anuncio
la fiera, o sea, la almorrana, no es nombrada por su nombre, que es tabú. Hay
otro anuncio parecido, en el que no se muestra tampoco aquello que se quiere
hacer desaparecer, uno de cucarachas, a las que tampoco se cita por su nombre.
Para mí ahora una almorrana y una cucaracha son como hermanas, y el hecho de
imaginarlo hace que el nervio de la muela descargue un trallazo de dolor que me
eriza el cabello. Quien no haya tomado
un bañio de asiento no sabe nada de la vida. Por un lado parece que uno vive en
1748, y por otro se deprime uno tanto, que anda por ahí con la cabeza metida en
el pecho, de tener que sufrirlo todo en secreto. Por esa razón viene uno a este
cuaderno a contar estas cuitas pepysianas en un momento tan delicado en el que
ha de levantar un nuevo edificio, otro libro más, sin pensar que se le va a
venir abajo por el sótano y por la buhardilla. Casi me sonrío: llamar sótano al
recto y buhardilla a la boca es gongorino. Rebasados Cervantes y Galdós lo
natural es acabar en brazos de Valle-Inclán, que es corno se sabe la catedral
del cante.¿Por qué se melancolizará uno por tan poco? ¿Qué es escribir un libro
en mes y medio, con la boca llena de llagas y el recto comido por cucarachas? Voy
a pedir el ingreso en la Internacional Surrealista, por si me dieran puntos,
canjeables si no por gloria sí por leyenda.