Prólogo
Altiplano de Glieres, Francia;
marzo de 1944
En mitad del cielo, una nube deja
de moverse. Se distingue bien de las demás porque flota solitaria. Carece de
contorno y es de un tono más pardusco. Se ha detenido sobre el cuerpo de un
miliciano andaluz que yace bocarriba en el manto de nieve que cubre el valle.
Solo destacan el rosa tibio de la piel del soldado desnudo y el púrpura de sus
heridas, en especial el de la cicatriz del hombro, recuerdo de una batalla que
no recuerda.
El miliciano no está muerto,
duerme con la boca abierta y los pies entre gladíolos. Cuando abre los ojos, la
nube despierta también y retoma el movimiento, pero no en dirección nordeste,
hacia donde los vientos saboyanos suelen barrer el cielo, sino hacia el suelo.
El joven observa que está cada vez más cerca. Se incorpora con la intención de
huir, pero no puede caminar. Aprecia despavorido que su propia sombra,
proyectada sobre la nieve, no tiene piernas. Antes de echarse las manos a las
pantorrillas para comprobarlo, se las lleva a los oídos. Un sonido agudo y
familiar lo envuelve. Alza la vista y reinterpreta las señales. No se trata de
un nublo, sino de un obús. Se lanza de nuevo al suelo y cierra los ojos.
Escucha el fragor de la explosión. No lo ha alcanzado, aunque sabe que las
heridas graves no duelen al instante.
Vuelve a abrir los ojos y se reincorpora, feliz de sentir las piernas. Se palpa el resto del cuerpo y se calma al hallarse de una pieza. El paisaje es ahora otro: la noche ha caído y, pese a que no hay luna ni fuego y a que todo debería estar sumido en una untuosa oscuridad, la nieve deja entrever el verde de los abetos, intenso y refulgente, así como el marrón franciscano de los troncos.
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