Fractal, Andrés Trapiello, p. 52
SUBÍAN al cuartel por la calle
Barquillo, a última hora, tres reclutas de paisano antes del toque de retreta.
Jóvenes de semblante atezado y embrutecido ya por el trabajo más duro, pero con
la belleza de la juventud en la línea de la boca, en el brillo de los ojos, en
la firmeza del cuello. Venían sin hablarse, no hostiles, pero tampoco amigos.
Compañeros pero no camaradas. Subían lentamente, de la mano del tedio. Imagino
lo que habrá sido esta tarde de paseo, errantes por Madrid, que no conocen,
hastiados de dar vueltas y con los pies hinchados (llevaban las botas duras de su uniforme), con
el dinero justo para haberse tomado un refresco, sin hablarse, sí, pero
soltando de vez en cuando una risotada de paleto ante cualquier cosa que no
comprenden para después sumirse en su silencio, en su incapacidad de verbalizar
el mundo y de expresarlo.
Se me ha encogido el corazón al
verlos, golpeado por su irreductible tristeza. La tristeza de sus bocas, la
tristeza de sus ojos, la desoladora tristeza de unos cuerpos hechos para dormir
hasta el amanecer en brazos de unas novias parecidas a ellos. Y entonces he
sentido al pasar a su lado que esta noche esos niños llorarán en silencio su
hombría sobre la almohada y soñarán a su modo en el regreso, en sus lejanas
tierras, tal vez en los tiernos abrazos de la amada. Y me enternece su patria
hecha de lágrimas y sueños, es decir, ese lugar donde ya no hay palabras, sino un
lecho en medio de la noche, como cama de liebre.
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