EL PADRE KARRAS
Llevo muchas noches, incluso una
larga temporada, reparando en que cada vez que pienso en algo estoy pensando en
lo mismo. El pensamiento se fuerza, pero también sucede. El pensamiento se
produce, y decir que «fluye» me parece un alarde de pretenciosa facilidad -qué
mierda va a fluir el pensamiento, ojalá-. El pensamiento se va quedando pegado
a la carótida y al nervio óptico como el colesterol a las arterias. Hace bola y
trombo.
El pensamiento me atraviesa la
cabeza con tácticas terroristas y, entonces, lo sorprendo, lo atrapo, lo pillo
en falta. Mi pensamiento está construyendo hipótesis y recordando
acontecimientos indignos de mí. Pero es más fuerte que yo. Carezco de la
energía suficiente para detenerlo. No logro ser la policía de este pensamiento
mío que no fluye, pero me graniza por dentro. No logro congelarlo en una imagen
y romperlo con el picahielos de Sharon Stone. No es una proyección
cinematográfica. No es un torrente. Ni un liquidillo que puede absorberse con
algodón hidrófilo. Ese pensamiento obsesivo -digámoslo de una vez- actúa como
el espesante o la sustancia pegajosa que algunos insectos segregan para comerse
a otros insectos. Petróleo en el que me quedo atrapada. Arena movediza.
Este libro es una cuerda para
salir de ese engrudo.
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