En otoño, Karl Ove Knausgard, p. 23
Por alguna razón, la fruta en los
países nórdicos es muy accesible, con una piel fina y ligera, en la que es
fácil hincar los dientes. Esto rige tanto para peras y manzanas como para
ciruelas, que basta con morder y tragar, mientras que la fruta que crece más al
sur está a menudo recubierta de pieles gruesas e incomestibles, como las
naranjas, las mandarinas, los plátanos, las granadas, los mangos y la fruta de
la pasión. Por regla general, acorde con mis demás preferencias en la vida,
prefiero lo último, tanto porque prevalece en mí la idea de que el placer es
algo que uno ha de ganarse mediante un trabajo previó como porque siempre me he
sentido atraído por lo oculto y lo secreto. Morder un trozo de cáscara de
naranja, notar el sabor amargo en la boca durante un breve segundo, luego meter
el dedo gordo entre la piel y la pulpa, y a continuación sacar gajo tras gajo,
algunas veces, si la cáscara es fina, en trozos muy pequeños, y otras, cuando
la cáscara es gruesa y la pulpa se suelta fácilmente, en un solo trozo largo,
tiene en sí algo de ritual. Cuando los dientes atraviesan la capa fina y
reluciente, y el zumo de la fruta entra en la boca, llenándola de dulzor, es
casi como si estuvieras primero en el pórtico del templo y luego caminaras
lentamente hacia el interior. Tanto el trabajo como lo secreto, es decir, la
inaccesibilidad, alimentan el valor del placer. La manzana es una excepción. Basta
con alargar la mano, cogerla e hincarle los dientes.
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