Cada noche dormía con una historia del Raval en la cabeza. Tenía tantas que podía hacerme pasar fácilmente por pobre, por pederasta o por niño, meterme en su piel y saber de ellos más que ellos mismos. Para combatir esta tentación y evitar la escritura consiguiente, tan cargada de heroísmo, procuraba pasar las mañanas de aquel verano en la mejor piscina de la ciudad. Un mozo muy fuerte y muy simpático traía la hamaca y desplegaba a mi llegada una gran sombrilla blanca. Éramos media docena sobre la hierba y uno vendía futbolistas en italiano desde su móvil. La felicidad era tan profunda que mareaba. Al mediodía, con el calor en bruto, bajaba desde el norte despejado hasta el Raval, a seguir con el trabajo. En la Riera Alta ya empezaba a respirar gozoso el olor del verano en las alcantarillas. Sentir ese olor era la garantía necesaria para seguir avanzando. Significaba que no me había acostumbrado a él y que nunca podría hacerme pasar por ellos. Ese olor todavía es la condición necesaria para seguir escribiendo.
El primer titular apareció en los
periódicos el dieciocho de junio de 1997.
UNA PAREJA ALQUILABA A SU HIJO DE
10 AÑOS
A UN PEDERASTA POR 30.000 PESETAS
EL FIN DE SEMANA
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