Autobiografía de papel, Félix de Azúa, p. 36
De hecho había comenzado también el
romanticismo hippie y el mediocre Jack Kerouac provocaba espasmos: todo el
mundo quería vivir on the road. En esa opción extrema sólo Leopoldo Panero
llegó a consumirse hasta acabar encerrado de por vida en un manicomio. Aún
ahora (y lo conocí mucho y durante muchos años) no sabría decir si fue la
testarudez voluntariosa de la poesía lo que le llevó a la locura verdadera, o
si ya estaba todo decidido de antemano. Panero es un caso extraordinario de
cómo un joven autodidacta en aquella sociedad desértica podía, sin embargo, llegar
a leerlo todo, Lacan, Deleuze, Pound, claro, pero también Frances Yates,
Nostradamus (uno de sus favoritos) o Agrippa d'Aubigné. O sea, todo.
Panero ha sido el más acabado
ejemplo de cómo algunas de las teorías más avanzadas de la época podían
convertirse en trampas mortales para quienes ya venían inclinados a la
autodestrucción desde la cuna. Bataille, Blanchot, Barthes, Foucault habían
puesto en claro el valor de las voces externas a la sociedad: los locos, los
enfermos, los parricidas, los marginados, los salvajes y los excéntricos. Fue
entonces cuando se reivindicó de tal modo a los locos como ciudadanos de
peculiar valía que en algunos hospitales italianos, allí donde tenía
predicamento un orate llamado Battaglia, los soltaron y no volvieron a
encerrarlos hasta que el índice de criminalidad dio un salto vertiginoso. La
voz de los salvajes, de los primitivos, de los locos, un invento de la
Sezession alemana y de los surrealistas, llegó a su paroxismo en estas fechas y
comenzó su declive cuando Althusser, uno de sus defensores desde el
marxismo-lacanísmo, asesinó a su mujer a martillazos, Deleuze se mató tirándose
por la ventana y Foucault murió de sida jurando que era un invento del
Pentágono para oprimir a los homosexuales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario