Salimos del parque zoológico de Barcelona poco después de la una de la tarde. Era el 25 de noviembre de 1979. Yo tenía nueve años.
Fue una visita más bien
rutinaria, aburrida como todas las que me veía obligado a hacer con mis padres,
sin incentivo ni sorpresa alguna. De hecho, nadie sabe a ciencia cierta por qué
precisamente ese día, de entre todos los domingos del año, fuimos a ver a
Copito de Nieve. A mí no me gustaba el zoológico, me parecía un lugar triste,
deprimente. Prefería recrearme en las ilustraciones y leer los breves textos de
un libro que tenía en casa que hablaba de cómo y cuándo se creó el parque y
también de la llegada de su más distinguido huésped, el gorila albino. Los
dibujos de ese libro eran amables, desprendían un agradable aire nostálgico, como
de ensueño, que no se correspondía en absoluto con el abandono y la grisura que
imperaban en esa época en el zoológico de la ciudad.
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