Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

LA MUSICA, APRES PROUST

De Por la parte de Swan de Marcel Proust, p. 352
Swann había avanzado, a instancias de la Sra. de Saint-Euverte, y, para escuchar un aire de Orfeo que estaba interpretando un flautista, se había colocado en un rincón en el que, por desgracia, tenía como única perspectiva a dos señoras ya maduras sentadas una junto a la otra —la marquesa de Cambremer y la vizcondesa de Franquetot—, quienes, por ser primas, se pasaban las veladas buscándose, cargadas con sus bolsos y seguidas de sus hijas, como en una estación, y no se quedaban tranquilas hasta haber señalado con su abanico o su pañuelo dos asientos contiguos: la Sra. de Cambremer, que tenía muy pocas relaciones, por sentirse tanto más feliz de tener una compañera, y la Sra. de Franquetot, que, era, en cambio, muy conocida, por considerar elegante, original, mostrar a todas sus bellas conocidas que prefería a una señora desconocida con quien tenía en común recuerdos de juventud. Swann, embargado por una ironía melancólica, las contemplaba escuchar el intermedio de piano (San Francisco hablando a las aves de Liszt), que había sucedido al aire de flauta, y seguir el vertiginoso juego del artista: la Sra. de Franquetot con ansiedad, con ojos extraviados, como si las teclas que el pianista recorría con agilidad hubieran sido una serie de trapecios a una altura de ochenta metros de los que podía caer y no sin lanzar a su vecina miradas de asombro, de denegación, que significaban: “Es increíble, nunca habría imaginado que un hombre pudiera hacer algo así”; la Sra. de Cambremer, como mujer que había recibido una sólida educación musical, marcando el compás con su cabeza transformada en balancín de metrónomo, cuyas amplitud y rapidez de oscilaciones de uno a otro hombro —con esa clase de extravío y abandono de la mirada de quien padece dolores desorbitados, que no intenta siquiera dominar y parece decir: «Qué le vamos a hacer!»— habían llegado a ser tales, que los solitarios se le enganchaban constantemente en las presillas del corpiño y se veía obligada a atusarse las uvas negras que llevaba en el pelo, sin por ello interrumpir su aceleración.

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