1. Todo el mundo sabe
Corría el verano de 1998 cuando
mi vecino Coleman Silk, quien, antes de retirarse dos años atras, fue profesor
de lenguas cláicas en la cercana Universidad de Athena durante veintitantos años
y, a lo largo de dieciséis de ellos, actuó también como decano de la facultad,
me dijo confidencialmente que, a los setenta y un años de edad, tenía
relaciones sexuales con una mujer de la limpieza que contaba treinta y cuatro y
trabajaba en la universidad. Dos veces a la semana la mujer limpiaba también la
oficina de correos rural, una pequeña cabaña de grises tablas de chilla que
evocaba el refugio de una familia okie, como se conoce a los trabajadores agrícolas
migratorios, procedente de la región seca del sudoeste, allá por los años
treinta y que, solitaria y con aspecto de abandono frente a la gasolinera y la única
tienda del pueblo, exhibe la bandera norteamericana en el cruce de las dos
carreteras que constituye el centro comercial de esta localidad en la ladera de
una montaña.
Un día, a última hora, minutos
antes del cierre, cuando fue en busca del correo, Coleman vio por primera vez a
la mujer, alta, delgada y angulosa, el cabello rubio grisáceo recogido en una
cola de caballo y los rasgos bien marcados y severos que suele asociarse a las
amas de casa, dominadas por la Iglesia y muy trabajadoras que sufrieron las
duras condiciones de vida en los comienzos de Nueva Inglaterra, severas mujeres
de colonos aprisionadas por la moralidad imperante y sumisas a ella. Se llamaba
Faunia Farley y, por mucho que hubiera sufrido, lo mantenía oculto tras una de
esas caras huesudas e inexpresivas que, por otro lado, no esconden nada y
revelan una soledad inmensa.
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