John Ruskin
Como las «Musas abandonando a su
padre Apolo para ir a iluminar el mundo», una a una las ideas de Ruskin habían
ido abandonando la cabeza divina que les había dado cobijo y, encarnadas en
libros vivos, habían marchado a enseñar a los pueblos. Ruskin se había retirado
a la soledad en la que suelen acabar las existencias proféticas, hasta que Dios
se digna llamar a su vera al cenobita o al asceta cuya tarea sobrehumana ha
concluido. Y sólo pudimos adivinar, a través del velo tendido por piadosas manos,
el misterio que estaba teniendo lugar, la lenta destrucción de un cerebro
perecedero que había albergado una posteridad inmortal.
Hoy la muerte ha hecho entrar a
la humanidad en posesión de la herencia inmensa que Ruskin le había legado.
Porque el hombre de genio sólo puede engendrar obras que no morirán si las
crea, no a la imagen del ser mortal que es, sino del ejemplar de humanidad que lleva
en su sino. Sus pensamientos son en cierta forma un préstamo que recibe durante
su vida, a la que van escoltando. Tras su muerte, retornan a la humanidad y la
muestran, como aquella morada augusta y familiar de la calle de La
Rochefoucauld que se llamó casa de Gustave Moreau mientras él vivió y que, tras
su muerte, se llama museo Gustave Moreau.
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