MANIAC, Benjamin Labatut, p 247
Von Neumann pensaba que, si
nuestra especie iba a sobrevivir el siglo XX, necesitábamos llenar el enorme vacío
dejado por la huida de los dioses, y la única candidata viable para realizar
esa extraña y esotérica transformación era la tecnología. Me dijo que un saber
técnico cada vez mayor, alimentado por la ciencia, era lo que nos diferenciaba
de nuestros ancestros. Porque en términos de nuestra moral, filosofía y calidad
de pensamiento, no éramos mejores (de hecho, éramos más pobres) que los
griegos, el pueblo védico o las pequeñas tribus nómadas que aún se aferran a la
naturaleza como única fuente de gracia y verdadera medida de la existencia. Nos
hemos estancado, me dijo, en todas las artes salvo en una -tékne-, en la que
nuestra sabiduría se ha vuelto tan profunda y peligrosa que incluso los titanes
temblarían ante ella, porque su poder hace que los viejos dioses de los bosques
parezcan simples duendecillos. Pero ese mundo había desaparecido. Y la ciencia
tendría que dotarnos de algo mayor a los seres humanos, mostrándonos la nueva
imagen que debíamos adorar. Para Von Neumann era evidente que nuestra
civilización había progresado hasta un punto tal que los asuntos de la especie
ya no podían confiarse de manera segura en nuestras propias manos.
Necesitábamos otra cosa. Algo superior. A medio y largo plazo, si íbamos a
tener siquiera una mínima posibilidad de supervivencia, debíamos encontrar una
forma de ir más allá de nosotros mismos, de superar los límites actuales de la
lógica, el lenguaje y el pensamiento, para hallar soluciones a los muchos
problemas que indudablemente enfrentaríamos, a medida que expandíamos nuestro
dominio sobre la faz de la Tierra y -más temprano que tarde- desde allí hasta
el vacío que rodea las estrellas.
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