Agua y jabón, Marta D. Riezu, p. 78.
Afirmar que si vas vestido con
corrección se te abren las puertas es impopular, pero es cierto, y hay que
aprovecharlo a nuestro favor. La ropa es un efecto multiplicador de lo que
somos; si alguien es educadísimo, bondadoso e inteligente y encima viste bien,
imaginen la potencia del resultado. Todo lo primero es lo crucial, pero lo
último es la capa de barniz. Las apariencias seguirán siendo decisivas, y
obligan a estar a la altura. Aquí entraría el manoseado debate de qué es ir
bien vestido. Para mí se resume en: ir limpio y preparado para tu desempeño. La
propiedad va unida a los límites, que son líneas imaginarias sanísimas que
todos necesitamos aprender ( cuanto antes mejor) para no hacer el ridículo y
prosperar en la vida. La pulcritud y la compostura no tienen ideología, ni van
ligadas a la renta ni al apellido ni al cargo.
Ahorra mucho tiempo vestir con
restricciones y tener un uniforme identificativo.
Vestirse en soledad, sin imponer
a nadie la visión horripilante de las piernas con calcetines.
Esa edad en la que nos damos
cuenta de que tenemos el mismo cuerpo que nuestros padres.
Ser extravagante pero no
ostentoso. Esto último significa que la gente sabe exactamente dónde se ha
comprado y cuánto se ha pagado por ello.
Las personas que visten con
gracia cuentan con tres certidumbres: la confianza en la mezcla dispar, la
confianza en que lo que llevan les sienta bien y la confianza en anteponer el propio
juicio al de los demás.
El estilo es lo que repetimos a
nuestro pesar.
Nuestros padres creían (y hacían
bien) que la ropa remendada y las camisas gastadas eran síntoma de honestidad.
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