Una historia ridícula, Luis Landero, p. 119
También comprendo la música
clásica, y la admiro y respeto. Aunque no la oigo mucho, no me pierdo jamás el
concierto de Año Nuevo de la Filarmónica de Viena. Otro ejemplo. Yo he
escuchado versos de García Lorca, imposibles de entender de tan raros y
oscuros, pero algo en mi corazón decía: «Son bellos, son terribles, y están
cargados de verdad». Yo tuve un profesor que me hizo leer obras que me
gustaron, a pesar de que tampoco yo soy un gran lector de libros de literatura:
las Leyendas y Rimas de Gustavo Adolfo Bécquer, Misericordia de Pérez Galdós,
Crimen y castigo de Dostoievski, el Lazarillo, Miguel de Unamuno y su sentimiento
trágico de la vida, e incluso el Quijote. Yo estoy abierto a todo, aunque he de
decir que tengo debilidad por las novelas policíacas, de detectives deductivos.
Pero, por encima de todo, mi lectura favorita, además del diccionario ilustrado,
es una enciclopedia universal que tengo en cinco gruesos tomos, y algunas
revistas de divulgación, entre ellas el Reader's Digest, que es de lo más amena
e instructiva, y de la que poseo cientos de ejemplares, comprados en lotes de
segunda mano. Me gusta la brevedad y la variedad de temas, como creo que se
habrá observado ya en esta exposición.
Pero, volviendo al cuento, al
escuchar que Pepita era experta en arte, y que ella misma era artista, a mí se
me oscureció el mundo. He aquí que el amor, y su tiranía, me obligaba una vez
más a fingir, a añadir nuevas trazas a mi personalidad, a decir, como
efectivamente dije, que, aunque no entendía mucho de arte, a mí el arte me
subyugaba, esa misma odiosa palabra usé, y que me encantaría ver algunas
pinturas y dibujos suyos.
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