La anécdota es conocida. Preguntaron a Cecil Beaton qué es la elegancia, y respondió: agua y jabón. Que es lo mismo que decir: lo elegante es lo sencillo, lo honesto, lo de toda la vida.
La elegancia involuntaria no
tiene que ver con la moda, ni con el dinero, ni con lo estético. La asocio a la
persona que aporta y apacigua, a la alegría discreta, al gesto generoso. Ensancha
y afina nuestro mundo. Está siempre cerca del silencio, el bien común, la
paciencia, la naturaleza, la voluntad de construir y conservar.
Si la elegancia les suena
demasiado pretenciosa, piensen en la gracia. Es más viva y menos solemne, y
también tiene carácter e integridad. Se trata, en fin, de una cualidad
escurridiza no siempre evidente, y que puede surgir en cualquier momento, si
las circunstancias son las adecuadas.
Sé que es una paradoja escribir
sobre lo que prefiere pasar inadvertido y huye del mercadeo y el ruido. Lo que
aparece en este libro no necesita ser reivindicado, pero creo que algo
interesante merece recibir halagos una y otra vez. Disfruto mucho la
complicidad de la admiración conjunta y me he permitido el entusiasmo del
aprendiz.
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