El último hombre blanco, Nuria Labari, p. 70
Estamos en 2013, me he convertido
en una profesional Over 100 y Martín Scorsese acaba de estrenar su película sobre
Wall Street. En el trabajo todo el mundo la ha visto y todos aseguran que es
genial; yo también lo digo, aunque no entiendo
bien qué tiene que ver con nosotros ni por qué nos gusta tanto. En todo caso,
más allá de las inclinaciones de compañeros, tiene cinco nominaciones a los
Oscars y la crítica internacional asegura que Leonardo di Caprio está inmenso en
el papel de Jarcian Belfort, el broker multimillonario de origen humilde en
quien se inspira la cinta. La historia maneja dos tesis fundamentales: que la
acumulación de dinero es un deseo íntimo de todas las personas del mundo, y que
a todos nos encantaría triunfar como Belfort, aunque sea estafando, porque el
dinero es en realidad una forma de alquimia contemporánea: lo único capaz de
convertir el mal en bien. Por eso
resulta que ganar dinero es siempre admirable y bueno, incluso estafando,
porque entonces es también síntoma de inteligencia. Siempre que no te pillen.
Como si lo mejor para uno no tuviera nada que ver con lo mejor para la mayoría.
Como si todos deseáramos llevar los trajes carísimos que viste Belfort, esnifar
sus drogas, subir en su yate, vivir en su ático, acostarnos con su mujer y
follarnos a sus putas. La película retrata el capitalismo salvaje de los
noventa, pero despierta una increíble empatía entre la audiencia masculina de
los dos mil. Como si trabajáramos rodeados de gente así. O rodeadas de tíos
así.
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