El último hombre blanco, Nuria Labari, p. 69
En toda mi vida profesional,
jamás he visto los dedos de los pies de ningún hombre en el trabajo. Nuestro cuerpo,
en cambio, está siempre expuesto. Y no lo digo solo por las sandalias. Un buen cuerpo
en una mujer que va al trabajo sigue siendo lo mismo que un traje caro en el
cuerpo de un hombre.
En todo caso, ni Directiva
Decepcionada ni yo estamos dispuestas a mostrar el menor atisbo de debilidad y
menos aún de victimismo. Así que tirarnos el papel de manos al cesto de mimbre
que hay bajo el lavabo y salimos como si nada. Ella pegada a sus pestañas y yo
a mi determinación. Porque yo, ya lo he decidido, voy a ser aceptada en el
bando de los chicos.
De todas formas, aunque pensaba
pedir una hamburguesa de buey, cambio de parecer después de sus indicaciones y
me inclino por el steak tartare con pan de cristal y patata rejilla. Los
remilgos de Directiva Decepcionada me parecen excesivos, pero comprendo que me
conviene ser más aséptica con la comida. De primer plato, el señor Over500 pide
espárragos blancos tibios con vinagreta de tomates y cuando llegan se los come
con la mano. Se cuelga del cuello una servilleta desplegada a modo de babero y
permite que el aceite se deslice suavemente por cada pieza. Me doy cuenta de
que el espárrago en su mano entrando, tierno, en su boca es una forma de poder.
Los dos hombres más jóvenes de la mesa, mi competencia directa, pedirán
hamburguesa de buey y tataki de atún rojo, respectivamente. Me digo que el del
tataki puede ser un rival. El otro ha pedido kétchup, así que parece un niño malcriado.
Diría que está perdido, salvo que sea el hijo mimado de alguien que importe.
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