Martínez Soria me gusta dirigido por Sáenz de Heredia o Mariano Ozores, pero sus mejores películas las firmó con Pedro Lazaga: El turismo es un gran invento, Abuelo Made in Spain, Hay que educar a papá, Estoy hecho un chaval ¡ Vaya par de gemelos!, y su cúspide: la sainetesca La ciudad no es para mí, en origen una obra de teatro protagonizada por él y firmada con seudónimo por Lázaro Carreter. Tramas tardofranquistas sobre esfuerzo, honor, ahorro y familia, sin mención alguna a la política.
En La ciudad no es para mí Martínez Soria encarna al arquetipo de pueblerino inocente, incontaminado por las maldades de la urbe. Ese cateto encantador (supuestamente fácil de timar, pero astuto) viste boina, faja, pantalones de pana, señala las cosas con la garrota, tiene un fortísimo acento maño y juega al mus. Y bebe anisete, como el Johnny Ola de El Padrino. La incorrección política de esas películas chirriaba incluso hace décadas. La aprensión hacia el extranjero (el miedo a los negros), las manos muy largas (tocando un escote: «quería ver si esto era un lunarcico, o una cagadica de mosca»), el deseo hacia las turistas en contraposición a la esposa fea y castradora, el miedo a que una hija se quede «embarazada de un plimboy o el recelo al universitario progre («usted se cree que porque tiene el bechillerato nos va a avasallar a todos»).
Cuanto más se hace pasar por tonto alguien, más listo sospecho que es. La elegancia involuntaria de Martínez Soria fue sintonizar perfectamente con los desvelos de la España de la posguerra. Vivió en la Gracia rumbera, tuvo el carnet de la CNT y representó a Shakespeare y Moliere. El rústico que miraba los muslos de las suecas programaba en su teatro -el T alía, que compró en 1960- La casa de Bernarda Alba, con Ismael Merlo haciendo de Bernarda. Era un maniático del orden y la dicción, escrupuloso con las deudas. Un hombre de pocas palabras, serio, muy aragonés.
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