La moda, aseguran, se originó en
algún remoto escondite escandinavo; de ahí la costumbre de refrigerar el
comedor muy por debajo de la temperatura ambiente y ofrecer, en pleno mes de
agosto, como en esos bares construidos con bloques helados donde se bebe vodka
y se degusta caviar, una chaqueta de
piel a los clientes. El ritual recuerda a otras modalidades de gastronomía
clandestina consistentes, por ejemplo, en consumir especies en vías de
extinción. Refinamientos que aprovechan la excitación de lo encubierto, lo furtivo,
lo esotérico, lo ilegal. Restaurantes tailandeses que cocinan tortugas marinas
en su caparazón, ocultos como fumaderos de opio entre las chabolas de los
barrios más inverosímiles de Bangkok, donde exquisitos turistas con los pies
hundidos en el repugnante fango de la calle, John Lobb o Loubutin en mano,
pantalones remangados o vestidos de noche recogidos por encima de las rodillas,
caminan tras los guías locales. Tabernas secretas de contraseña, mirilla y
matón instaladas en cada sótano, en cada trastienda, durante los cinematográficamente
gloriosos años de la Prohibición. Cabañas de chamanes en medio de la selva
donde los dioses aterrizan transitoriamente sobre la superficie de un cuenco
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