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Amerigo Bonasera estaba sentado
en la Sala 3 de lo Criminal de la Corte de Nueva York. Esperaba justicia.
Quería que los hombres que tan cruelmente habían herido a su hija, y que,
además, habían tratado de deshonrarla, pagaran sus culpas.
El juez, un hombre de formidable
aspecto físico, se recogió las mangas de la toga, como si se dispusiera a
castigar físicamente a los dos jóvenes que permanecían de pie delante del
tribunal. Su expresión era fría y majestuosa. Sin embargo, Amerigo Bonasera tenía
la sensación de que en todo aquello había algo de falso, aunque no podía
precisar el qué.
-Actuaron ustedes como unos
completos degenerados -dijo el juez, severamente.
Eso, eso, pensó Amerigo Bonasera.
Animales. Animales. Los dos jóvenes, con el cabello bien cortado y peinado, y el rostro claro y limpio,
eran la viva imagen de la contrición. Al oír las palabras del juez, bajaron
humildemente la cabeza.
-Actuaron ustedes como bestias
salvajes –prosiguió el juez-; y menos mal que no agredieron sexualmente a aquella
pobre chica, pues ello les hubiera costado una pena de veinte años.
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